¡ Dios ha muerto, Dios ha muerto !

El hombre moderno necesitó expulsar a dios de su centro. Era necesario eliminar al dios castrador, antipulsional, enemigo de la sexualidad, del placer, del gozo, temido, amigo de los ricos, de los poderosos, del dinero, del prestigio, del boato, del lujo, de la corrupción, de la hipocresía.

Era necesario denunciar a una Iglesia farisaica, elitista, amiga de los poderosos, de los avaros, de los dictadores, obscurantista, enemiga de la evolución, del progreso, de la ciencia, del avance social. Y muchas cosas más.

Ahora bien, ¿y el Dios de los pobres, de la verdad, de la misericordia, de la justicia, de la solidaridad? Ese Dios que late en cada una de las páginas de los Evangelios en la figura de Jesús de Nazareth, el que coge un látigo y expulsa del templo a todos los vendedores y tira el dinero y los puestos por el suelo, el Dios de la ira sagrada contra todos los que se apoderan de su Iglesia para convertirla en “cueva de ladrones”.

¿Necesitará el hombre posmoderno a este Dios que conecta con la dinámica de nuestro inconsciente, con la profundidad del deseo, con la utopía y la realidad más mundana de cada día al mismo tiempo?

¿Habrá expulsado el hombre actual a la fuente de agua viva, al alimento del espíritu, al que nos compromete con la vida, con los explotados, con los sin nombre, al que denuncia toda injusticia, todo asalto a la dignidad humana?

Os invito amigos a pensarlo. Y me atrevo, aunque con toda la humildad, a decíos: sólo el que ponga la verdad por encima de todo podrá responder a estas preguntas.

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